Nos prometieron que podíamos con todo. Que bastaba con tener una agenda color pastel, una taza con la frase ‘boss babe’ y una ética de trabajo incansable para llegar lejos. El feminismo se convirtió en eslogan, el éxito en una performance y el agotamiento en una medalla. Pero entre el empoderamiento y el burnout, algo no encajaba para llegar a ser una girlboss.
Hoy, lo decimos sin culpa: no queremos ser jefas, queremos ser libres. Nos vendieron una fantasía vestida de empoderamiento, pero olvidaron decirnos el precio. Y así, mientras corríamos por tenerlo todo, nos dimos cuenta de que estábamos perdiéndonos a nosotras mismas.
¿Qué es ser una girlboss?
Ser girlboss se volvió una etiqueta dorada. Un disfraz con hombreras que nos hacía sentir importantes, aunque debajo estuviéramos agotadas. Nos vendieron que era feminismo, pero resultó ser capitalismo con brillo. Una versión rosa de un sistema que sigue exigiendo más de nosotras, solo que ahora con sonrisa de ‘tú puedes’.
Ser una girlboss significaba hacerlo todo… y hacerlo sola. Liderar, producir, crecer, ascender, sin molestar, sin pedir ayuda, sin fallar. Pero con el tiempo entendí que, en realidad, ser una girlboss no era libertad. Era otro molde. Otro traje que no siempre nos queda bien. Y que está bien sacárselo.
¿Quererlo todo fue el error?
Durante mucho tiempo creímos que el éxito era una cuestión de voluntad. Que si trabajábamos lo suficiente, si confiábamos en nosotras, si organizábamos bien nuestros días —y nuestras emociones—, íbamos a llegar lejos. Y lo intentamos. Vaya que lo intentamos.
Nos lanzamos al mundo con una mezcla de ambición y esperanza, convencidas de que tenerlo todo no solo era posible, sino deseable: independencia económica, reconocimiento profesional, estabilidad emocional, vida social activa, autocuidado, y claro, una apariencia impecable. No se trataba de elegir, sino de abarcarlo todo… y hacerlo bien.
Pero nadie nos dijo que esa idea de éxito era una trampa. Que detrás de esa promesa de empoderamiento había una exigencia silenciosa: no falles, no pares, no te quejes. Que el sistema no estaba hecho para sostenernos, sino para ponernos a prueba.
¿De verdad éramos libres o solo productivas?
No me malinterpreten: la independencia es vital, una conquista real y necesaria. Pero lo que pocas veces nos cuentan es que esa independencia muchas veces llega acompañada de jornadas dobles, de una autoexigencia que se viste de empoderamiento y de una soledad que ni los mejores filtros de Instagram pueden ocultar. La presión era clara y constante: si no llegas, la culpa es solo tuya por no esforzarte lo suficiente.
Y así nació el girlboss fatigue —síndrome colectivo que mezcla hartazgo, ironía y crítica al culto de la mujer empresaria perfecta—. No era solo rechazo, era el despertar ante una idea tóxica: que si no llegabas a ser jefa, era tu culpa por no esforzarte lo suficiente o por no tener la suficiente ‘actitud’. Nosotras, claro, sabíamos que no era así.
¿Y si elegir no ser jefa también es poder?
Un día, algo cambió. La palabra girlboss, antes símbolo de poder, empezó a sonar hueca. Ya no inspiraba, agotaba. Y entre meme y meme, surgió una revelación colectiva: tal vez no queríamos más responsabilidad, tal vez solo queríamos tiempo.
Tiempo para ver una serie sin pensar en pendientes. Tiempo para hacer nada sin sentir culpa. Tiempo para dejar de demostrarnos cosas a nosotras mismas. Porque no ser jefa no significa ser menos. Significa elegir un tipo distinto de éxito: ese que no se mide en ascensos, sino en tranquilidad.
¿Qué problema real escondía el discurso del ‘confía en ti’?
Durante años, se nos bombardeó con imperativos emocionales: cree en ti, ámate, sé tu prioridad. Frases que, aunque en apariencia positivas, esconden una trampa peligrosa. Porque mientras tú te concentrabas en arreglar tu autoestima, el sistema seguía intacto —y las desigualdades también—.
El problema no era la falta de confianza, sino las barreras estructurales: la precariedad laboral, la desigualdad salarial, la doble jornada. Pero nos hicieron pensar que todo se resolvía con afirmaciones en el espejo. Era feminismo de Pinterest, no de calle.
Entonces, ¿ha muerto la girlboss?
Sí, pero no por falta de ambición. Murió porque ya no nos representa. Porque aprendimos que no basta con tener un cargo si el sistema sigue oprimiendo. Y porque ser mujer no debería requerir ser una superheroína.
La girlboss fue un espejismo —uno necesario, quizás, para darnos cuenta de que lo que queremos no es un asiento en el poder, sino otro tipo de poder. Uno que no se mida en cifras, sino en bienestar. Uno que no exija perfección, sino humanidad.
Al final del día, el verdadero empoderamiento no está en seguir un modelo impuesto ni en encajar en una etiqueta. Está en hacer lo que realmente queremos, sin culpas ni presiones. Ya sea que decidamos seguir siendo girlboss, conquistando salas de juntas, o que hoy solo queramos detenernos, descansar y no hacer nada —esa elección también es poder.
Porque ser mujer no significa ser perfecta ni estar siempre en movimiento. Significa ser dueñas de nuestras decisiones, sin miedo a que nos juzguen por cómo elegimos vivir. Y eso, amiga, es la revolución más auténtica que podemos vivir.

