Por: Nancy Estrada.
Llega diciembre y con él, la avalancha de mensajes sobre ‘cómo no subir de peso en las fiestas’, ‘cenas saludables’ o ‘rutinas para quemar el pavo’. Los medios, las redes y hasta las conversaciones familiares parecen alinearse en un mismo guion.
Disfrutar, sí, pero con culpa; comer, sí, pero con límites; vivir, sí, pero sin olvidar el conteo calórico. Lo curioso es que, bajo la promesa del equilibrio, se esconde una presión disfrazada de bienestar. Esa voz que repite ‘todo con moderación’ suele traducirse en miedo al placer, ansiedad por romper reglas y una desconexión profunda con el cuerpo.
Las fiestas decembrinas, que nacieron como un tiempo de unión, pausa y gozo, se han convertido en el terreno donde florece la cultura de la dieta: esa ideología que nos hace creer que la delgadez equivale a éxito, que el autocontrol es virtud y que disfrutar sin culpa es casi un pecado.
El peso invisible de los comentarios
Las pequeñas frases, aparentemente inofensivas, que surgen en las cenas familiares —’solo me sirvo un poquito’, ‘mañana lo quemo en el gym’, ‘no debería, pero bueno…’— construyen un lenguaje cotidiano de autocrítica y vergüenza.
Entre brindis y postres, los comentarios sobre el cuerpo se vuelven protagonistas. Expresiones como ‘te ves más delgada’, ‘¿y ese cuerpazo?’ o ‘ya se te nota el pan de muerto’ parecen halagos o bromas, pero perpetúan la idea de que nuestro valor depende del tamaño de la cintura.

El verdadero peso no está en los kilos, sino en las palabras que cargamos. Cuando comer se convierte en un examen moral, dejamos de disfrutar y comenzamos a negociar con nosotros mismos: un trozo de pastel por una hora extra de cardio, una copa de vino por días de restricción. Esa matemática emocional nos roba algo más profundo que la libertad: la alegría.
Redefinir el bienestar: del control al autocuidado
El bienestar real no consiste en evitar el azúcar, sino en cultivar una relación más compasiva con el cuerpo. En lugar de imponer castigos o buscar la perfección, se trata de preguntarnos qué nos hace sentir bien.
Comer sin culpa no significa perder el control, es recuperar el poder: escuchar las señales del cuerpo y honrar el hambre, el descanso y el placer. Eso puede incluir un plato de romeritos o un postre extra.
Dejar de hablar del cuerpo como si fuera un proyecto pendiente es también un acto de resistencia. El autocuidado se ve distinto en cada persona: para algunos será moverse; para otros, dormir más, reír, abrazar, cocinar o simplemente estar. Cuando entendemos eso, diciembre deja de ser una batalla contra los excesos y se convierte en una oportunidad para practicar la gratitud.
La presión silenciosa de las redes
En la era digital, las redes sociales moldean nuestra relación con la comida y la imagen. Entre fotos de mesas perfectas, cuerpos fit y mensajes de ‘motivación’, se instala una narrativa peligrosa: la del cuerpo navideño.
La idea de que debemos llegar al 31 de diciembre ‘en forma’ para poder ‘empezar bien el año’ no solo es irreal, es cruel. Nadie debería medir su felicidad por el número que marca la báscula el 1 de enero.
Curar nuestro feed, dejar de seguir cuentas que promueven comparaciones y buscar contenido que inspire aceptación puede ser un gran primer paso. Las redes pueden transformarse en un espacio de conexión y no de presión si elegimos conscientemente qué voces dejamos entrar a nuestra mente.
Navidad sin culpa: un acto de amor propio
Romper con la cultura de la dieta durante las fiestas no significa ignorar la salud, sino redefinirla. La salud no es solo lo físico, implica también lo emocional y mental. Permitirnos disfrutar sin miedo es una forma de autocuidado, una manera de reconciliarnos con el cuerpo y con la comida.
Cuando quitamos la culpa de la ecuación, aparece algo más genuino: el placer de compartir, de saborear y de estar presentes. La Navidad es un recordatorio de humanidad, no de restricción. Quizá el mejor propósito de año nuevo no sea bajar de peso, sino soltar el miedo a no ser suficiente.
El propósito de comer con conciencia
Diciembre nos enseña que la comida va más allá de lo nutricional: es cultura, memoria y afecto. Cada platillo tiene una historia; cada receta evoca una abuela, un reencuentro, una emoción. Cuando comemos con conciencia —no desde la culpa, sino desde la presencia—, nos reconectamos con lo que verdaderamente nutre: los vínculos.

No hay nada más saludable que disfrutar sin miedo, mirar el espejo sin juicios y brindar sin calcular. Porque cuando transformamos la relación con la comida, también lo hacemos con la forma en que habitamos la vida. En estas fiestas, apaga las voces externas y escucha la tuya.
No necesitas ganarte el derecho a disfrutar. La mesa navideña no es un examen de voluntad, es una celebración de abundancia, amor y gratitud. Y si algo merece repetirse esta Navidad, no es el plato de ensalada…, sino el brindis por un cuerpo libre de culpa.

