Por: Mariana Chávez.
Diciembre siempre fue una temporada de rituales, pero en algún punto se transformó en un escenario. Dejó de ser celebración íntima para convertirse en performance público. La época más simbólica del año se volvió una pasarela emocional: ¿qué tan perfecta es tu mesa?, ¿qué tan brillante es tu árbol?, ¿qué tan ‘feliz’ es tu familia?. Ya no celebramos: competimos.
Las redes sociales perfeccionaron la maquinaria y el deseo se volvió algoritmo. La comparación: un deporte; la carencia: un negocio. Esto no es casualidad ni exageración: es un sistema bien diseñado que necesita que te sientas insuficiente para que sigas consumiendo, que te convence de que pertenecer se adquiere, que la felicidad es una estética y que el amor se mide en objetos.

Diciembre es su temporada alta: la narrativa se afila. Si tu alrededor no se ve perfecto, entonces falta algo. Y si falta algo, cómpralo. Pero hay un costo silencioso que no aparece en este bombardeo consumista: la paz interior. Cuando vivimos para ser vistos, dejamos de estar, de habitar y sentir el momento.
La hiperestimulación —registrar, editar, presumir, medir reacciones— no es inocente: es un ataque constante al sistema nervioso que propicia un estado de alerta permanente. Son sonrisas tensas, cuerpos agotados, mentes que no descansan. Nos vendieron la idea de que la abundancia es acumulación; pero la acumulación sin sentido solo es ruido.
El verdadero lujo de la temporada
Veo el cansancio colectivo, profundo y silencioso. Un cansancio que no se cura con más, sino con menos. Ahí aparece otro tipo de lujo, uno sin logotipo, sin foto, sin ‘contenido’: la coherencia.
La coherencia como acto de desobediencia en una era que nos quiere ansiosos, disponibles y consumiendo. La coherencia como gesto político: no necesito todo eso para sentirme viva. Coherencia es preguntarse: ¿esto lo quiero o lo deseo porque me entrenaron a desearlo? Coherencia es dejar de convertir los vínculos en decoración de fondo, la vida en escaparate y la intimidad en mercancía.

Hay una industria entera que depende de que nunca nos sintamos satisfechos. Nos quiere corriendo detrás de algo que siempre se mueve un poco más lejos y más rápido. Soltar no es ingenuo, es insumisión. Lo verdaderamente valioso no se compra, se cultiva: la presencia, la escucha, la calidez real y los vínculos que no necesitan ser probados ni expuestos.
Diciembre puede volver a ser sagrado si dejamos de pensar en cómo se ve y volvemos a preguntarnos cómo se siente. Quizá este diciembre no se trate de tener más, sino de necesitar menos. No de mostrarnos, sino de encontrarnos; no de llenar la mesa, sino de llenarnos de sentido; no de estar en todas partes, sino de estar —por fin— en nosotros mismos.
Porque el lujo real no brilla, respira.

