En el 2012 viví en Nueva Zelanda, Auckland era la mezcla perfecta entre la energía de una ciudad moderna y la sensación de estar en una ciudad costera. Recuerdo la primera vez que fui a Devenport, uno de sus puertos famosos. Iba sola, me senté en la arena a observar el mar.
De pronto se levanta de su toalla y corre hacia el mar, sin ninguna diferencia de cómo lo haría un niño, y al llegar el agua a la altura de sus rodillas, da un salto enorme para zambullirse directamente en la ola que venía. Me quedé sorprendida.

Tercera edad vs. los veinte
Era la primera vez que veía a alguien de la tercera edad saltar así al agua, usar un bikini sin complejos, nadando y corriendo, disfrutando profundamente su día en la playa. Era inspirador. Si algo me transmitía esa maravillosa mujer era libertad, una que yo no tenía.
Del otro lado de la playa estaba yo, con un vestido holgado que me ayudaba a ocultar mi cuerpo, y un traje de baño completo que ni siquiera tenía caso usar, porque nunca solía quitarme el vestido. Desde mi infancia recuerdo sentir vergüenza en la playa, y este día no fue la excepción.
Recuerdo quedarme ahí observándola mientras ella disfrutaba del momento, de sumergirse al agua y salir de nuevo, solo para volver saltando a ella. Su cuerpo no parecía ser impedimento para nada: ni la forma, ni la apariencia, ni la edad. Salió del mar y caminó serena hacia su toalla, se recostó en la arena y habitó el presente como toda una maestra.
Mientras yo, admirándola, me cuestionaba: ‘¿Cuál era la diferencia entre nosotras dos: yo en mis veinte, ella en sus setenta? ¿Por qué era más libre ella que yo?’.
En los años siguientes viví mis momentos más difíciles con la guerra que vivía con mi cuerpo, y a veces volvía a mi mente esa mujer de la playa, recordando su paz y libertad.
La dicha de envejecer
Me repetía cuánto deseaba llegar a esa edad, en la que ya no importa cómo nos vemos, en la que la vida se resignifica, al igual que nuestro valor como persona. ¿Pero tendría que esperar cincuenta años para sentirme así de libre? Pensé mucho tiempo en la brecha entre esa señora y yo.
Quería entender por qué, si al envejecer enfrentamos supuestas desventajas ante la vida, pareciera que muchas mujeres mayores tienen otra realidad: una en la que parecen inmunes a estándares, juicios y expectativas, donde esas ‘desventajas’ no les roban felicidad ni paz.
Y yo deseaba sentirme así. Quería encontrar una forma de ahorrarme cincuenta años de postergar esa paz y autoestima. Así que comencé a observar a las mujeres mayores en mi vida y encontré un denominador común: parecía que con la edad se iba perdiendo el miedo y casi ninguna parecía insegura; eran fuertes, auténticas, libres y parecían tener una paz intrínseca en su vida.

La rebeldía de la edad
Tal vez las mujeres mayores son así de rebeldes y auténticas porque antes no pudieron serlo, y al final de nuestra vida, cuando sentimos que no queda tanto tiempo, es cuando ya no podemos postergar nada: ni la felicidad, ni la autoestima, ni ser nosotras mismas.
Bronnie Ware, una enfermera de cuidados paliativos, escribió un libro sobre lo que más lamentaban las personas que estaban por morir. El número uno era ‘no haber sido uno mismo‘: ‘Ojalá hubiera tenido el coraje de hacer lo que realmente quería y no lo que otros esperaban’, se menciona en sus testimonios.
Y yo había tenido ese miedo toda mi vida: que mi futuro estuviera lleno de ‘hubieras’ y arrepentimientos por haber vivido siempre para encajar. Así que decidí hacer todo para no convertirme en una de esas personas arrepentidas y empleé a la abuela como metáfora. Cuando tenía dudas sobre hacer algo, pensaba: ‘¿Qué me diría mi yo de ochenta años? ¿Qué elegiría si tuviera las oportunidades que tengo ahora?’.
Una vez leí sobre una mujer que decía que cuando sentía que su vida era aburrida y triste, se imaginaba que tenía noventa años y que le daban una nueva oportunidad de vivir un día como de treinta años, y automáticamente su mentalidad cambiaba y romantizaba su día, abrazaba su cuerpo y oportunidades.
Usando esta metáfora, poco a poco me contagié de valentía y libertad, por lo que quisiera dejarte con esta idea de observar e imitar más a las mujeres mayores que guardan tanta sabiduría. ¿Por qué esperar cincuenta años para liberarnos como ellas lo han hecho? ¿Por qué no empezar poco a poco hacerlo desde ahora?
Cultivando la autoestima de la abuela
Habla contigo como hablarías con una nieta
Las abuelas no le dirían a una niña: ¿estás gorda’, ‘no eres suficiente’, ‘a nadie le vas a gustar así’. Háblate con el amor y respeto que te mereces.
No vivas para impresionar
A muchas abuelas no les importa si encajan o no, si a los demás les gusta su ropa, su estilo, su manera de hablar o de ser. No piden permiso, simplemente son.
No pongas tu alegría en pausa
No postergues el viaje, el amor, la conversación, los sueños. Nadie está completamente listo, ni siquiera las abuelitas lo estuvieron. Pero vivieron igual y aprendieron en el camino.
Vivir con aceptación
Muchas abuelas no luchan contra el tiempo, las modas ni los juicios ajenos. Como los estoicos, sueltan lo que no pueden cambiar: el pasado, la opinión de los demás, la imperfección del cuerpo, la muerte.
Autoestima basada en lo interno
Muchas abuelas no necesitan validación externa. Su autoestima no viene del espejo, de títulos ni de logros; viene del ser, de su historia y su fuerza. Y aunque su cuerpo cambia, su valor no tiembla con eso.

Cuando somos jóvenes —paradójicamente— estamos llenas de vida; nos dan un cuerpo fresco, pero lo llenamos de dudas; nos dan oportunidades, pero vivimos preguntándonos si somos suficientes para tomarlas.
Crecemos rodeadas de espejos: redes sociales, opiniones ajenas, filtros, estándares, roles impuestos…, buscando afuera lo que ya somos dentro.
Con el tiempo, cuando todo ese ruido se va, es cuando por fin podemos verlo: siempre fuimos suficientes, siempre tuvimos el poder de ser nosotras mismas. No esperemos cincuenta años para vivir la vida alineada con la mujer que somos. Practiquemos hoy la autoestima de la abuela.