Por: Maite Beorlegui
Dedicado a las Madres Buscadoras.
Ser mamá en el agitado siglo XXI constituye toda una proeza, especialmente cuando se busca mantener en paralelo un desarrollo profesional cada vez más exigente.
Sin embargo, contemplamos con mayor frecuencia cómo, a pesar de los avatares cotidianos que implican ambas responsabilidades, las mujeres deciden abrazar esta hermosa vivencia de dar vida, encontrando en ella una profunda plenitud.
Cambios físicos y mentales en el embarazo
Los fantasmas de la incertidumbre rondan con cada deseo y ante todo lo que se va presentando en cada etapa del embarazo: periodos de sueño excesivo que se alternan con el insomnio, antojos caprichosos y náuseas que transforman la relación con la comida. El cuerpo cambia poco a poco: el vientre crece, los pies se hinchan creando esa incómoda sensación de no caber en los zapatos habituales.
La transformación es inevitable. Cuando parece que todo mejora porque los achaques iniciales desaparecen, surge la sorpresa de los últimos meses: ninguna postura resulta cómoda, los sillones y la cama parecen haberse encogido, la destreza disminuye y el cansancio se apodera de ese cuerpo que, desde el principio, ha trabajado incansablemente para dos.

La naturaleza, sabia en su diseño, prepara al organismo para cada etapa venidera; ciertamente llegarán noches sin dormir y días de fatiga extrema. El nacimiento del bebé confirma que todo ha cambiado.
La llegada de un compañero de vida
Sin embargo, la llegada de ese pequeño ser, completamente dependiente, provoca un estremecimiento de amor en quien lo contempla, imaginando un futuro compartido y encontrando una profunda paz por haberlo logrado.
Comienza entonces la tertulia amorosa del amor incondicional, del descubrirse mutuamente en gestos y sonidos, del descifrar tiempos juntos. El tiempo, ese concepto abstracto, desaparece, robado por esa personita que, con sonrisas aún sin dientes, nos hace cómplices de su crecimiento.
Los abrazos se vuelven insaciables, queriendo protegerlos al tenerlos cerca. Las risas contagiosas nos llevan a desear que nunca cesen, pues manifiestan su felicidad y, con ella, la nuestra.
Viajar con ellos se convierte en una aventura que parece una mudanza por todo lo necesario; mientras nuestras ganas de dormir contrastan con su deseo insaciable de jugar.
Confirmamos que todo gira a su alrededor y que no hay manera de detener ni por un instante nuestro impulso por procurar su bienestar, convencidos cada día de que por ellos todo y para ellos siempre. ¿Qué importa no dormir sí, para realmente soñar, se precisa estar despiertos? ¡Cuántas ilusiones por compartir!

Los primeros pasos, tambaleantes, pero decididos, nos recuerdan que así se toma la vida. Una vida que transcurre velozmente entre colegios, libros y amistades, hasta que, sin apenas notarlo, se transforman en adolescentes que ‘adolecen de todo’, y por eso los queremos más, intentando comprender por dónde brincará la hormona y cuándo se ajustará con la neurona.
Maternidad madura, el fin de la codependencia
Nunca se deja de ser madre a pesar de todo y, a veces, con gran pesar, debemos entender que ya no seremos tan necesarias como lo fuimos al principio de sus vidas. La maternidad madura implica confiar en lo que hemos sembrado en sus corazones: los valores inculcados, las decisiones que tomen para sus vidas y, sobre todo, respetar su autonomía.
Creer que les somos indispensables solo genera falsas expectativas. Soltar y confiar, sabiendo que lo compartido con amor, regresa, a veces transformado, otras veces aumentado.

La energía para dar vida constituye la conexión más poderosa, un vínculo que trasciende incluso la partida. La maternidad es dar incansablemente, comprender infinitamente y, sobre todo, AMAR sin condiciones.