Por: Maite Beorlegui
Las criaturas más hermosas en este planeta son las niñas y los niños. ¡Lo sostendré siempre! Sentir su amor incondicional, escuchar sus risas y esas carcajadas francas que enrojecen sus mejillas.
Observar y apoyar su creatividad, sin importar si se trata de rayar una pared completa, crear moñitos con pañuelos desechables o narrar cuentos con su vocecita entrecortada cuando son pequeños, es un regalo extraordinario.

La belleza de la inocencia de las infancias
¡Qué decir de sus juegos intrépidos cuando crecen un poco más, sintiendo que no hay riesgo ni peligro! Su capacidad innata de sorprenderse con lo desconocido, apropiándose del motivo de fascinación una vez que el susto ha pasado.
Su espontaneidad al crear bailes improvisados que transforman una tarde cualquiera en una fiesta, involucrando a todos los presentes con ese magnetismo tan natural y poderoso para convocar amor.
Su ingenuidad e inocencia despiertan en nosotros el instinto de protección ante cualquier amenaza que pudiera borrar esa dulce sonrisa que los caracteriza.

El niño interior dentro de cada adulto
¿Y qué hay de esas extraordinarias criaturas que habitan la infancia con algún tipo de hándicap que inspiran a padres, abuelos o tíos a convertirse en aliados de vida, mosqueteros de ilusiones? Con su apoyo logran crear un espacio mejor en este planeta, ya tan fracturado.
Es hermoso recordar que en cada persona adulta habita aún esa niña o niño que anhela ser visto y amado, a pesar de las heridas internas, del ritmo vertiginoso de las responsabilidades, de sus carencias y los sueños frustrados… A pesar de la vida adulta.
Siendo nuestra existencia un breve viaje, se antoja retomar aquellas características que en la infancia serían nuestra carta de presentación.
Comprender que lo sufrido, lo inesperado, lo no acordado en el pacto tácito de la adultez nos brinda la oportunidad de seguir sintiendo como en la infancia
Reír y cantar como ellos, celebrar cada día, dejando atrás la vergüenza y sin limitar nuestras ilusiones, que con frecuencia se van quedando en el camino. No existe nada más triste que carecer de ellas.
Abrazar y recordar lo que es ser un niño
Nada resulta más revitalizante que la convivencia con las infancias. Nada más estimulante que saberles felices y autónomos a pesar de su corta edad, invitándoles a desarrollar independencia, a identificar sus gustos y preferencias, a que reconozcan el poder del “sí” y del “no”: herramientas fundamentales en la travesía de sus días.
A creerles a pie juntillas, sin pretexto, simplemente porque son ellas y ellos quienes lo dicen.
Nada más sereno y placentero que verles dormir con la certeza de su plenitud. El amor será su fortaleza ante los cambios vitales.
El acompañamiento adulto les proporcionará la seguridad que necesitan; la templanza les transmitirá la tranquilidad para seguir adelante y la conexión genuina les motivará a crear vínculos indestructibles.

Sí, lo sostendré siempre: las criaturas más hermosas en este planeta son quienes viven la etapa infantil, por divertidas, amorosas y tiernas.
Porque al contemplarlas nos reconocemos y recordamos, con convicción, que la infancia es tierra fértil para la evolución de conciencia.