Cada año en marzo volvemos a escuchar la frase ‘nada que celebrar’. Con cifras alarmantes de feminicidios, casos de violencia sexual y física hacia las mujeres. El Día Internacional de la Mujer más que una celebración, se ha vuelto una lucha ante la epidemia de violencia de género.
Algo que no nos permite costear el silencio. Silencio que preferimos, por no ser ‘las víctimas perfectas. Desafortunadamente, comprendí desde joven que no se puede ser cualquier víctima.
Para que la sociedad te reconozca como tal y valide tu dolor y trauma, debes seguir un guion preestablecido, lucir de cierta manera y, tristemente, representar una caricatura del trauma.
He sido víctima en varias ocasiones, pero nunca se me trató como tal. El silencio de las personas cercanas y su actitud de ‘aquí no pasa nada’ me aislaron en un dolor profundo.
Cuando cuestioné este silencio cómplice, la respuesta fue devastadora: ‘te veíamos normal’, ‘No mostrabas signos de trauma’. Era increíble. Por dentro gritaba pidiendo ayuda, pero no la recibí porque ‘no me comportaba como una víctima‘.

Entonces comprendí que, para muchos, el dolor solo existe si es visible, y el trauma debe manifestarse según expectativas sociales predeterminadas. Este estigma me privó de la ayuda que necesitaba.
¿Cómo debe verse una víctima para ser creída? ¿Acaso la gravedad de un abuso se mide por la cantidad de lágrimas o la expresión pública del dolor en una lucha colectiva? ¿Cómo actúa una víctima? Es absurdo pretender que las víctimas encajen en un molde específico.
Nadie tiene derecho a dictarnos cómo debemos sufrir, cómo procesar el dolor o el trauma ni cómo deberíamos reconstruirnos о vernos después de la violencia.
¿Tenemos la libertad de sobrevivir a cualquier costo? ¿Es justo juzgar a alguien por las decisiones que toma para sobrevivir? ¿Por qué se espera que una víctima se comporte de cierta manera? ¿Qué sucede cuando el trauma no te deja hablar? ¿Qué pasa con quienes no pueden ni siquiera nombrar lo sucedido? ¿Su dolor es menos válido?
¿No merecen ayuda? ¿Qué nos define como víctimas: el hecho traumático o nuestra capacidad de demostrarlo? ¿Quién es la víctima perfecta: la que denuncia inmediatamente, la que no bebió alcohol, la que no conocía a su agresor, la que llora todos los días, la que no sale de casa o la que no tiene pareja?
A veces parece que reconstruir nuestra vida nos descalifica para obtener justicia, como si sanar restara gravedad al trauma. Un razonamiento absurdo: tu proceso de sanación no debe ajustarse a expectativas ajenas.
Recuerdo mi primera marcha del 8M, cuando cientos de mujeres gritaban: ‘Yo sí te creo’. Se me erizó la piel porque ¿cuántas de nosotras anhelábamos escuchar esas palabras? Años después seguimos coreando esa frase, pues conocemos la dificultad de ser vistas con credibilidad, de ser validadas, de no encajar en el molde de la víctima perfecta.

No ser la ‘víctima perfecta’ aumenta el riesgo de la revictimización: diversas consecuencias negativas, tanto sociales como institucionales, que experimenta una persona tras un delito. Este proceso puede resultar tan doloroso como el trauma original.
Como ejemplifica el caso de Nath Campos, quien fue diagnosticada con estrés postraumático no por el abuso sexual sufrido, sino por la respuesta social y el proceso de denuncia.
Este patrón se repite con familiares, amistades, autoridades y la sociedad. Si no cumplimos parámetros arbitrarios (como denuncia inmediata, vestimenta ‘apropiada’, abandono de relaciones violentas o sobriedad, entre otros) nuestra credibilidad se cuestiona.
La culpabilización de la víctima, con frases como “se lo buscó”, es una injusticia que genera una profunda culpa en quien ya ha sufrido un delito. Dejemos de estigmatizar cómo debe manifestarse una sobreviviente. Haber sido víctimas no nos despoja del derecho a ser felices.
El caso de Natascha Kampusch lo evidencia, quien estuvo secuestrada desde los 10 a los 18 años, cuando fue fotografiada besándose en una fiesta y escribieron lo siguiente: ‘La joven, que apenas escapó de su secuestrador el año pasado, ya está enamorada. Esto significa que tiene un comportamiento normal y está por superar sus traumas’.
En otra parte del artículo mencionaba: «A pesar de lo traumada, la joven dio entrevistas y recaudó dinero». Estos comentarios insensibles minimizan la experiencia traumática que vivió Natascha solo porque las víctimas no se ajustan a expectativas sociales sobre el sufrimiento. Además, se traslada cierta culpa a las víctimas por estar bien, como si no pudiéramos tener buenos momentos en un proceso de sanación.
Cierro esta columna diciéndote que mereces vivir momentos de alegría, diversión, éxito y amor, aun cuando sientas dolor y estés en proceso de recuperación. Ambas experiencias pueden coexistir y eso no le resta valor a lo que viviste.
La sanación es posible, aunque no es un proceso fácil ni lineal. El primer paso siempre es el mismo: reconocer lo vivido, así como la valentía y fortaleza que habita en ti para hablarlo. El trauma no nos define, somos más que nuestro dolor y sus causas.

No existe una víctima perfecta ni una forma correcta de sentir o de procesar el trauma. No permitas que el estigma te prive de buscar ayuda o de sentir que mereces algo mejor. Recordemos: sanar no borra el pasado, pero transforma nuestra relación con el trauma. La experiencia traumática se integra a nuestra historia sin determinarla. La sanación nos devuelve ese poder.